teenage girl touching glass with words

Imagina esta escena: Jane Goodall observa cómo seis chimpancés rodean a Godi, un macho de su misma especie, y lo golpean hasta dejarlo sin vida en la tierra húmeda de Tanzania. Esta imagen, que marcó un antes y después en la antropología, nos lleva a preguntarnos si ese odio ancestral late también en nuestro corazón humano. Pero hay una diferencia crucial: mientras el odio de los chimpancés surge de lo más profundo de su biología, el nuestro es un producto cuidadosamente diseñado, empaquetado con eslóganes y comercializado en los escaparates de la política, la televisión y las redes sociales. No estamos ante un instinto natural, sino ante un negocio muy rentable.

Las redes sociales se han convertido en la gasolina que alimenta este fuego del odio. Su modelo de negocio no consiste en ofrecernos un servicio gratuito, sino en convertirnos en el producto. Cada minuto que pasamos en ellas, cada clic, cada reacción se traduce en datos que se venden y en tiempo de exposición publicitaria que genera ingresos. Y en esta economía de la atención cautiva, la emoción más rentable -porque es la que más nos engancha- es la indignación. Los algoritmos no son neutrales: premian la polarización porque de ella extraen beneficios. Así, figuras como Trump o Ayuso han convertido la provocación en un arte, comprendiendo que no hay estímulo más rentable que la rabia. No buscan convencer con razones, sino incendiar con eslóganes diseñados para ser retuiteados.

Este adiestramiento en el odio conecta directamente con el derrumbe de la verdad como criterio compartido. Hoy cada cual tiene ‘su verdad’, y en nombre de esa multiplicidad hemos glorificado la opinión personal hasta convertirla en dogma. Ya no importa lo que es, sino lo que siento que es. El hecho objetivo queda relegado; la emoción, en cambio, se erige en criterio de validación. Así, cualquier crítica a nuestras creencias no se vive como un ataque a nuestras ideas, sino a lo más íntimo de nosotros mismos. Hemos hecho de la opinión una verdad por la que morir, transformando lo que debería ser una confrontación de ideas en una lucha de egos donde discrepar equivale a agredir.

Pero no todo está perdido. Si el odio ha sido fabricado, también puede ser deconstruido. La solución pasa por recuperar el diálogo como forma de abordar juntos los problemas comunes, cultivar la amistad cívica que nos permite reconocernos como conciudadanos incluso en el disenso, y educar en el arte de amar allí donde hoy se nos adiestra en el arte de odiar. Si el odio simplifica, el amor busca la complejidad de los matices. Si el odio generaliza, el amor reconoce la diferencia y la singularidad de cada vida. En un tiempo que nos entrena para odiar, aprender a amar se convierte en un acto de resistencia. Quizá no podamos desterrar del todo el instinto tribal que compartimos con los chimpancés, pero sí podemos negarnos a ser clientes dóciles de quienes han hecho del odio un negocio redondo.

Por Editor